Este post trata sobre el razonamiento emocional, una curiosa mezcla. Cuanto más intensas son las emociones, más tiñen nuestros razonamientos. Es normal, es un mecanismo filogenético de supervivencia. Nuestro código genético viene a decirnos, "Mira, Manolo, mejor déjate llevar por el miedo por si acaso. Que luego no es nada, pues mejor". Menos mal. Es una combinación que actúa como un heurístico, una forma de encontrar el camino más corto ante una situación problemática.
Si hay mucho sol y le molesta la vista, se pone sus gafitas polarizadas. Es una buena solución. Pero, ¿y si se las dejara siempre puestas?. "Es mala persona, lo sé", me dice mi amiga. "¿Y cómo lo sabes?", "Hazme caso, yo tengo mucho mundo".
Salowey y Mayer hablaron por primera vez de inteligencia emocional en 1990 y luego Goleman, más listo e inteligente emocionalmente, ganó la pasta popularizando el concepto en su famoso libro. Desde bastante antes, los psicólogos intentamos que los pacientes distingan el papel que desempeñan las gafas que traen en la forma que tienen de ver el mundo y consecuentemente, en cómo se sienten. Nosotros se lo copiamos sin escrúpulos a Epicteto, que venía a decir: cuando te sientas triste o preocupado, en vez de darle a la olla, pregúntate si no será por cómo valoras las cosas.
O sea, una de nuestras tareas es intentar que la persona distinga entre: "mi vecino me odia" de "creo que mi vecino me odia". Les puedo asegurar que en el primer caso, esta persona habrá recabado suficiente información que justifique su pensamiento, sólo que es posible que:
a. haya desechado la que no la confirmaba
b. a lo mejor el que odia a su vecino es él
Pero si se lo dice la tripa, uf, a ver quién pone la cabeza donde ahora campa el colon.
A veces, hablando con colegas, les comento que si enseñaran a ser más flexibles en las atribuciones a los niños en el colegio tendríamos que dedicarnos a la psiconeuroendocrinología o derivados. Menos mal que estos gobiernos también tienen hígado.
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