miércoles, 28 de septiembre de 2011

Racionalmente emocionante




Una forma de sufrimiento extra es aquel que nos provocamos por pensar que lo que estamos sintiendo no es lo que deberíamos estar sintiendo, bien porque creíamos tener más recursos para manejar ese tipo de emociones, bien porque nunca habíamos imaginado que podríamos tener unos sentimientos tan poco edificantes y políticamente incorrectos.

Un profesor universitario, cum laude en raciocinio, sufre terribles ataques de ansiedad desencadenados porque no soporta los celos que padece. Los celos, algo tan primitivo e irracional.

La persona que se da un atracón tras haber iniciado una dieta estricta podrá tener ciertas molestias intestinales, pero es seguro que se retorcerá de dolor por el sentimiento de culpa y de incapacidad, por la pérdida de control que se había prometido no volver a repetir.

Creer que  podemos dominar lo que no nos gusta experimentar conlleva un trastorno bastante mayor, en numerosas ocasiones, que la propia experiencia en sí.

El otro lado de la misma moneda es el de las personas que necesitan tenerlo todo bajo control, y todo incluye sus sentimientos y emociones.  Carreras, parejas, amistades,..  determinados por la conveniencia más que por la afinidad o la ilusión, son un caldo de cultivo para futuras y duraderas sesiones de terapia.

Cuando alguien me dice que quiere dejar de pensar en un tema determinado, intento explicarle que en el mismo paquete se encuentran esos pensamientos que desea eliminar y las emociones que hicieron posible que el mismo se quedara grabado. Lo compró como un todo-en-uno.  De  hecho, cuando es capaz de hablar de ello con cierto sentido del humor, tiene la sensación de que lo controla.
El intento de racionalizarlo no  le va a ayudar tanto como el de ser capaz de experimentar otro tipo de emoción y repetir el proceso cada vez que quiera.

Si usted tiene miedo una noche en la cama, en lugar de intentar no pensar infructuosamente en aquello que le atemoriza debería a probar a pensar en algo que provoque emociones incompatibles con el miedo. Piense, seguro que le viene a la cabeza alguna.

Cuando  lo que le atormenta tiene solución, lógicamente lo que hablamos aquí no vale. Simplemente, entonces,  póngala en práctica, y si no puede, busque ayuda para eliminar los obstáculos, reales o imaginarios, que le impiden hacerlo.

Le voy a proponer un ejercicio simple al respecto de lo que estamos hablando.

Usted puede mantener un determinado pensamiento o recuerdo en su mente que le provocarán alteraciones, pero lo que no va a poder conseguir es que las emociones estén ahí todo el rato, aguantando el chaparrón, ellas necesitan un descanso.

Se trata de una técnica antigua que requiere supervisión clínica normalmente, así que hágalo sólo de prueba, si necesita más ya sabe. La llamo “la hora de amargarse”. Dedíquese en cuerpo y alma a amargarse voluntariamente, sin interrupción con el pensamiento que le atosiga. No haga otra cosa. Quédese así durante no menos de treinta minutos, hasta que le resulte aburrido,  y luego, si lo hace, cuénteme qué ocurrió.

miércoles, 14 de septiembre de 2011

¿Cómo entrenar a un psicólogo?



Mientras me desplazaba a las dos de la madrugada en un sospechoso Mercedes color crema, cerca del Támesis, no tuve tiempo para intentar extraer algún aprendizaje de aquella extraña odisea. Los pensamientos negativos se sucedían y la asfixiante realidad nocturna de la zona sólo contribuían a darle visos de realidad a todos mis temores.

 Los futbolistas, los dragones e incluso, los toreros tienen entrenamientos específicos. ¿Cómo se entrenan los psicólogos? ¿Acaso es suficiente con leerse todos los manuales al uso, suscribirse anualmente a la selección de artículos de “Puestaldía” y debatir con otros colegas los casos hasta que uno vislumbra el norte? Evidentemente, no.
 A lo largo de mi vida profesional, en distintos entornos en los que se atendían a personas, he comprobado cómo ese nivel de servicio se prestaba con mayor o menor calidad dependiendo, no tanto del necesario nivel de conocimiento científico del técnico, cuanto por la calidad humana de las personas que lo ofrecían. Y seguramente, esa particularidad tiene bastante que ver con las experiencias vitales por las que ha transitado la vida del profesional en cuestión.

 Con la distancia, casi todos los negros se vuelven grises. Lo aprendí en fotografía y lo veo una y otra vez en pintura. Nada de lo que me sucedió en el viaje que voy a contar es especialmente dramático comparado con las miles de situaciones que habrán vivido otras personas en los mismos lugares. Pero, al menos, me ha permitido comprender mejor cómo se sienten cuando van perdiendo toda capacidad de control sobre los acontecimientos.

 Me hubiera gustado ver las caras que se nos quedaron en Facturación, en el aeropuerto de Sevilla, cuando la señora que nos atendía dejó pasar nuestra maleta y luego se puso a hablar por teléfono. Por un momento pensé que charlaba con un familiar, pero por la forma de mirarnos sospeché que se trataba de otra cosa.

 - Lo siento, hay overbooking. Es legal – se apresuró a decir.

A mí no me había dado tiempo todavía a asumir qué ocurría, como para preguntar si aquello  era o no legal, pero se ve que es la primera queja que recibe y la sirve gratis.

 - ¿Y ahora qué?
 - Se quedan en lista de espera, por si falla alguien.
- ¿Alguien? Somos cuatro.
 - Pues eso- dijo zanjando la cuestión.

 Aún consternados, nos fuimos despojando indolentemente de todo objeto metálico en la zona de control para acceder al área de embarque.

 - No, eso no hace falta – me señala de pronto una policía de Aena al ver que me estoy bajando los pantalones.

 En realidad, aturdido, estaba desnudándome de forma mecánica, como cuando suelto las cosas en la mesilla de noche, luego me quito el cinturón, zapatos, pantalones,.. Pero no, no era mi habitación.

 Sólo el hecho de tener que esperar a que todo el todo el pasaje suba para saber si cenamos Fish and Chips en Picadilly Circus o un sándwich mixto en el aeropuerto San Pablo, con las caras asomadas a las cristaleras de la sala rezando porque no apareciera nadie más, debería tener una indemnización extra.

 Las esperanzas se nos diluyeron cuando vimos aparecer a un equipo de futbol inglés completito, con su entrenador y el equipo médico.
Sin embargo, unos minutos más tarde, el amable personal de embarque de Vueling nos comunica con alegría que podíamos pasar los cuatro.
 Salimos corriendo por el túnel de la felicidad hacia el avión. Todo había acabado bien. Bueno, casi. Cuando estábamos colocando las maletas e intentando ubicarnos en los sitios disponibles (desplazando a un bebé a los brazos de su madre y el ipod del delantero centro del Blackburn Rangers al bolsillo de su chándal), con todo el pasaje pendiente, un azafata se dirige a mí:

 - ¿Es usted el que es?
- Sí –snif.
 - Lamento informarles que ha habido un error y tienen que bajar del avión.

 Volvemos cabizbajos lloriqueando por el túnel del terror, sintiéndote un poco una pelota Babolat, cuando de nuevo nos asaltan el ya familiar personal de blanco y azul. 

- Lo sentimos muchísimo, de veras,  pero sólo hay tres asientos libres. Si os quedáis todos en tierra no os indemnizarán y además…..- después de la frase “lo sentimos muchísimo” todo lo demás sonaba lejano, como a otra película.

 En esos momentos de subibaja lo que te apetece, en realidad, es volverte a casa a buscar la sombrilla e irte a la playa, pero con 297 pasajeros esperando una decisión, el piloto claqueando con el zapato sobre el acelerador y rodeados por cinco personas apuntándote con la vista al punto del cerebro en el que se encuentra la "prisa", lo único que se nos ocurre es: “Vale. Me quedo en tierra yo”.

 Un no-puede-ser, así-no, rapidísimo, tras lo cual actuamos en consecuencia.

El resto de mi familia se van sorbiendo los humedales de nuevo hacia el avión, batiendo el record, probablemente, de rapidez de embarque-desembarque-embarque del aeropuerto.

 En el siguiente capítulo, yo estoy de nuevo en la posición dos; esto es: en el mostrador de embarque, mirando el despegue del avión sin entender todavía qué había pasado, mientras el personal de camisa blanca y pantalón azul intenta consolarme y decirme cuáles son las alternativas, ninguna de las cuales escucho con claridad.

 - Perdón, ¿me pueden repetir..?

 Opción A: Quedarme en Sevilla a dormir-cenar-desayunar, levantarme a las cinco de la madrugada para coger un avión que sale a las ocho hasta Bilbao o hasta La Coruña. Esperar allí hasta media tarde y pillar otro vuelo hasta Londres y suponiendo que no se me cruzara un gato negro llegaría justamente un día más tarde.

 Opción B: Viajar hasta Málaga para coger otro vuelo directo –del que no saben por lo pronto su existencia real.

 Opción C: Ir de mostrador en mostrador de ventas de otras compañías para ver si sale algún otro avión esa misma tarde-noche.

 Sin tiempo para digerir voy actuando con el único deseo de que acierte con la siguiente casilla del juego para no caer en la del pozo o en la de vuelta a la primera. Opto por la C.

Tras visitar todos los stands de productos aéreos de las distintas líneas, me ofrecen uno de los tres últimos asientos en Ryanair para esa misma noche. Por el módico precio del triple de lo que se vende por Internet (esto todavía no lo entiendo muy bien) y aterrizando en Stansted, un aeropuerto a unos 60 km de Londres.

Justo en ese momento me doy cuenta de que ni me he quedado con ropa de abrigo, ni con libras, ni con alguna de las cinco guías con callejeros y frases de socorro en inglés que llevábamos. La cartera, el pasaporte, algunos euros, la tarjeta de crédito y la cámara de fotos. Vaqueros y mangas cortas.  That's all.

Pago. Saco el móvil y escribo un mensaje con cierta ilusión: "Es posible que llegue esta noche".
Después de darle a enviar, el teléfono me avisa para que lo conecte al cable que va en la maleta camino de London. Ya no sólo no podré jugar al MathManiac para hacer la espera más llevadera, sino que tengo que pensar cómo ponerme en contacto con mi familia.

 Espero las cinco horas y en una de las diecisiete vueltas por el aeropuerto escucho a un chico ofreciendo transporte en bus desde Stansted hasta Londres. Caigo entonces en que no había pensado cómo ir de un lado a otro, teniendo en cuenta la hora de llegada, la distancia y que no llevaba ni una libra para sobornar al piloto y que hiciera una paradita en Heathrow, que me venía mejor. Así que me llevo la primera alegría del día. La segunda fue el precio.
El chico me explica cómo identificar al autobús. Tampoco será para tanto, pensé.

 - Se llaman Terravisión. En cuanto dejes el aeropuerto los verás. Salen cada media hora, este billete es para las 11:30, como el avión llegará a las 11:15 y no tienes que esperar maleta y Stansted es muy chiquitito y…

 Increible. Me animó más en cinco minutos que todo el personal de Vueling en una hora. Cómo se necesita en esos momentos soplos de esperanza, que te guíen, que te faciliten las cosas,…

 El capítulo tres corresponde al vuelo con Ryanair. Todo aquel que haya volado con esta compañía sabe un poco de qué va la cosa. Es barata realmente –a no ser que te de por comprar el billete en el mostrador de ventas o lleves tres kilos más de la cuenta en alguna maleta-, pero adquieres el compromiso de empujar al avión por la pista hasta que despegue.

 Puesto que no quería sorpresas, en cuanta atravesé –por segunda vez ese día – el escáner anti-terroristas me compré un bocadillo y una botella de agua y me senté en el suelo junto a la cinta de la puerta de la sala de embarque. A los diez minutos había una cola de treinta personas sentadas en la  misma posición. Como en el cine, los asientos son sin numerar, así que el último ya sabe el lugar que le espera.

 Tengo suerte y una hora más tarde he pasado por el mostrador de embarque y no me han rechazado por tener cara de enfadado, así que diez minutos después estoy encabezando la misma fila de ingleses a pie de pista esperando no sabemos bien qué, porque cerca no había aviones de la compañía. Finalmente, un señor con chaleco reflectante y unos palitos naranja en la mano nos indica el camino. Bueno, esto es lo habitual. Salimos ordenadamente por el paso de peatones primero,  segundo, tercero,..  octavo,.. pero tras el zigzagueante trayecto hasta el avión tenemos la fortuna de que han puesto escalerilla y no liana para subir.

Elijo asiento. En cuanto apareció el carrito con las bebidas, mi compañera de viaje, una mujer mayor – o sea, unos diez años mayor que yo, quiero decir – no paró de beber vino. Unas botellitas de cuarto litro que se servía cada vez con pulso menos firme en un vaso de plástico aéreo. Con la puesta de sol, los pensamientos negativos que se cernían sobre mí  no paraban de avisarme para que no apartara la vista del vaso que intuía, tal y como había ido la jornada, se iba a derramar en el único pantalón que tenía. Y un pantalón manchado de vino junto a mi cara de árabe desbigotado eran dos ingredientes seguros para una detención de por vida en los calabozos del aeropuerto. Anticipación errónea. Al aterrizar, la señora de al lado me quitó a mí el cinturón y no daba con el suyo, pero no desperdició ni una sólo gota del tinto.

Stansted. 11:10 de la noche. Frío que disimulo recordando una célebre cita familiar: “Si no tienes ropa, ¿para qué quieres el frío?. Al menos no llovía. Nuevo paseo por la pista, esta vez ya todos corriendo. La tendinitis del pie derecho con la que me atreví a viajar facilitó que me adelantara hasta la acompañante ebria del asiento de al lado. Pero bueno. Ya estaba en Inglaterra, con un billete hasta Victoria Station. Sólo tenía que cruzar este pequeño aeropuerto y montarme en un TerraVisión. Luego pensaría en la siguiente jugada.

Nuevas colas inmensas para superar la barrera de apto para el territorio y otra ración gratis de rayos X. Lo que se antojaba otra larga espera se comienza a despejar de pronto. Se ve que todos eran sospechosos menos yo porque, de repente, estoy delante de una señora que me habla en un inglés perfectamente vocalizado que no soy capaz de traducir. Le pongo el pasaporte encima de la mesa, levanto los brazos para que me cachee o haga conmigo lo que tenga a bien proceder y entonces me suelta un amable:

 - ¿Itallanno?
- Oui – le respondo por abreviar, inmerso ya en una completa confusión.
- ¡¡Bella Itallian! - dice haciéndose la simpática.

 Hago un gesto con la mano que he visto muchas veces en “El padrino” y salgo pitando hacia la puerta de salida. Diez minutos para encontrar el bus. En medio me encuentro una tienda para cambiar divisas y aprovecho. Me dan una clavada importante, pero desplazo toda la atención hacia lo urgente.

 Ni la mochila con la cámara y los objetivos, ni el agarrotamiento del pie por la tendinitis impiden que me desplace como si conociera aquello de toda la vida, pero tras dar una vuelta al aeropuerto y encontrarme de nuevo en el mismo sitio de partida, decido practicar algo de inglés.

 - Plís, ser ¿Ekxit?

 El inglés con  bombín me señala el cartel que tenía justo enfrente, en rojo, con la palabra “EXIT” llamándome.

 Se me acaba el tiempo. Cinco minutos. Ya en el exterior. Parecía un día cualquiera de febrero en Huelva. Quinientos autobuses. Por fin, a lo lejos, veo un par de ellos con el letrero buscado: Terravisión. No hay nadie alrededor, así que pienso que todo el mundo está montado, esperándome seguramente. Detrás de mí escucho unos silbatos que me hacen pensar lo organizado que son estos ingleses que siguen dirigiendo el tráfico a esta hora. Con los silbatos se mezclan de repente unos gritos poco tranquilizadores, porque aquello ya parece más una señal de alarma, pero yo sigo a lo mío, acercándome a aquella explanada llena de autobuses que me llevarían a la cita soñada.

 Justo cuando llego a la altura para ver que están vacíos y me entra un cosquilleo de incomprensión por mi martirizado estómago, un par de agentes del aeropuerto me levantan en volandas por las axilas y empiezan a interrogarme con aire enfadado. Miro hacia atrás y veo los cordones de prohibido el paso que me acabo de saltar. Los agentes de la NBA me llevan un poco sofocados de nuevo a la zona de la que parten los autobuses. No sé muy bien qué he hecho, pero en medio de todo este barullo, antes de que llamen a sus colegas para encerrarme en Guantánamo, les enseño el billete de Terravisión y ellos, resoplando de mala gana, me señalan el que está a punto de partir.

 Seguramente, en cualquier otra situación de mi vida no me hubiera puesto con los brazos en cruz,  delante de un autobús lleno de ingleses con sueño a esa hora de la noche para que se detuviera. Pero la desesperación puede dar mucho de sí.

Tomo asiento, otra vez con todas las miradas dándome zurriagazos. Qué suerte, pienso, cómo voy superando todos los obstáculos. El viaje es lento, o se me hace lento, muy lento. Aproximadamente dos horas más tarde estoy bajándome del bus en Victoria Station. Afortunadamente, incluso antes de poner el pie en el suelo, un señor me pregunta:

 - ¿Taxi?
 - Yes.

Lo sigo hasta un Mercedes crema un tanto desvencijado. Me pregunta algo y por el contexto imagino que se trata del sitio al que quiero ir. Se lo digo. No se entera a pesar de mi perfecto inglés. Tras varios intentos fallidos entre su pakistanglish y mi spanglish, me saca un sucedáneo de Tom Tom para que teclee la dirección. Lo hago. Por la cara que pone creo entender que no tiene ni idea de dónde es, pero pienso que igual es que es nuevo en esto. No sé. La crisis, ya se sabe. Entonces me pide una cantidad desorbitada y le respondo que sí sin titubear, porque titubear era lo único que ya no me podía permitir. Le debió sorprender mucho que no regateara, ahora que lo pienso, pero claro, yo iba preparado para regatear con los tenderos de Candem Town, no con un taxista. Y él, por su parte, no se sofocó por el desprecio a la tradición, como hacían en “La vida de Brian”. Simplemente arrancó.

 Nada más salir de la estación compruebo asombrado que había una parada de taxis, que todos tienen la misma fisonomía, que no hay ningún Mercedes crema, ni blanco, ni Renault Megane, que todos eran como los de las fotos de las guías,..  Miro el salpicadero y allí no hay taxímetro alguno. Le miro la cara al conductor y compruebo que no tiene cara de taxista.  “Vaya – pensé- me he montando con un pirata. ¿Qué le voy a hacer?” La cuestión, al fin y al cabo, libra arriba o abajo, pirata o taxista de la casa real, era que ya iba camino a mi destino por fin y  que iba a poder empezar a olvidar todo el tiempo, desconcierto y cabreo del día.

 El señor pakistaní conduce con una mano mientras en la otra sostiene el pseudo-Tom-Tom que no habla. Me lleva por una zona un poco siniestra y de pronto –con los pensamientos que, ya sabe, se tienen en estos momentos – se me ocurre que igual va a secuestrarme y se está haciendo el despis con el aparatito. Para aliviar la tensión digo un par de frases de las que había entrenado estos días.

 - ¿Where are you from?

 Él me responde sin mirarme con un:

 - ¿Eh?
- Very nice… -prosigo, sin inmutarme aparentemente. Miro por la ventanilla y no veo nada lo suficiente nice, así que me quedo en mitad de la frase y el secuestrador sigue a lo suyo. Voy buscando pensamientos alternativos más tranquilizadores y cuando estoy a punto de afianzar una visión relajante de Hyde Park, el taxista pirata pega un frenazo en seco. Tras recoger el corazón del limpiaparabrisas veo a una mujer infinitamente más ebria que la inglesa pecosa del avión, con la cara desencajada y unos pelos que habrían desencajado a Jack el destripador. Está justo delante del coche, braceando, como dicen los periodistas deportivos. Si su cara, sus gestos y los gritos que daba los hubiera visto cuando tenía siete años todavía estaría pagándole a un colega para que me curara.

 - ¡¡Call the police!! – entendí que repetía señalando a otro sujeto que venía dos pasos detrás.

 No puede ser. ¡No puede ser!. ¡Esto no va a acabar nunca! Si usted ha visto la escena de “El resplandor” en la que el señor aquel, el bueno, se recorre medio país para llegar a salvar al crío que le pedía ayuda telepáticamente y entra en el hotel y todos los espectadores empezamos a entrar en calor y Jack Nicholson, sin mediar palabra, de pronto le arrea un hachazo y se lo carga, entenderá exactamente cómo me sentí en ese momento.

 El taxista mira a un lado y a otro y yo intuyo que más que llamar a la policía está sopesando si habría testigos para un posible atropello. Yo ya me veía en la comisaría, detenido por cómplice. Ese pensamiento fue muy fugaz porque el tipo siniestro estaba ahora en mi ventanilla y yo buscaba el seguro de la puerta y recordar alguna oración de urgencia para ateos y el taxista hacía cuentas de los años de cárcel por atropello y yo pensaba que estaban todos compinchados, incluido el chico que me vendió el billete en Sevilla y había llamado al taxista pirata para describir al pardillo cansado-asustado que se bajaría en la estación…

 Pero en lugar de aprovechar la coyuntura y quitarme la cámara, las libras, los zapatos, las plantillas para el dolor y la esperanza de que aquel viaje fuera de verdad de vacaciones, la pareja continúa su interrumpida discusión con derecho a golpes y en uno de los empujones él la aparta lo suficiente como para que mi amigo, el pakistaní, acelere y suelte una serie de improperios en su idioma natal que seguramente necesitarían poca traducción.  A mí se me escapa una risa nerviosa que le debe hacerle pensar que todos los italianos somos así de raros.  Miro hacia atrás por el retrovisor y veo a la pareja morreándose a brazo partido.

Treinta minutos después, cuando el tongo-tongo estaba a punto de quedarse sin pilas o él con capacidad de interpretación del mismo, veo en una esquina el nombre de la calle del hotel.

 - ¡¡¡Allí, allí!!! – le grito, señalándole la placa con el nombre de la calle.

 - Ok – suspira harto.

 Se mete en la calle, pero tenemos que dar dos vueltas porque a la primera no veo al hotel por mundo-diós en aquella road desierta a las dos y media de la madrugada. Para qué le voy a contar los pensamientos que tuvieron a bien asaltarme en aquel instante.

 Al segundo intento, ya más despacio, localizo un pequeño cartel indicador que apunta hacia un callejón ideal para descuartizar a cualquiera sin que nadie te moleste.

 - Here – le digo.

Para. Saco el dinero y me dice que no tiene cambio. Así que le digo que se lo quede para que el sablazo sea ya de consideración. Todo me da igual a estas alturas. Al fin estoy en el hotel.

Miro al Mercedes alejarse y mluego a o a un lado y a otro. Desierto. El frío ya puede hasta con los refranes. Pero bueno,.. Entro al callejón y llego,me encuentro delante del hotel. Unas cristaleras me separan de un señor, con pinta de hindú, que duerme apoyado sobre la pantalla del ordenador. La puerta está cerrada y observo que junto a la misma hay una botonera con números y la palabra CODE. Pongo “69” que es mi número de la suerte y le doy a CODE, pero la puerta ni se inmuta. Aporreo hasta que se despierta, pero el conserje se limita a señalarme la botonera. No me puedo creer que haya llegado hasta allí y ahora no tenga forma de entrar. Tengo la sensación de que lo único que ha sido normal este día ha sido ayudar a repartir entre los pasajeros los cartones de la suerte en el vuelo de Ryanair. Saco el pasaporte se lo pongo en el cristal, pero a él parece darle igual. En ese momento aparece en el callejón un hombre. Una de dos: o viene a liquidarme o es un huesped. Se confirma lo segundo. El señor pulsó tranquilamente los números y el CODE y aquello se abrió como la cueva de Alí Babá. Yo puse el pie en la puerta, como cualquier vendedor de libros de Planeta de toda la vida, y me colé en la recepción sin contemplaciones.

Tras media hora de disquisiciones intentando hacerle entender toda la batalla, pero sin lograr que me entendiera nada, cuando ya pensaba que me había equivocado de hotel, dado que es una cadena con muchos en la ciudad, se me ocurre pillar el teléfono que tiene junto al monitor del pc, así, sin pedir permiso, porque ya te da igual todo, y marco el móvil de mi mujer y…. ¡¡lo coge!!.

 Por megafonía suena una melodía que indica el final, final feliz porque el personaje en cuestión ignora lo que Vueling está preparando para la segunda parte, así que se dirige gaceleando por el pasillo de parqué hacia la cama blandita que le permitirá andar nueve horas al día siguiente a pie cojo por el mercadillo de Notting Hill.