martes, 29 de septiembre de 2009

Poemas borrados


Hace años coincidí en el espacio y en el tiempo con otras tres personas en una , llamémosla casa, durante cerca de un año. Podría decirse que la situación era similar a la de “A puerta cerrada”, de Sartre, o más recientemente, a la de Gran Hermano, pero a diferencia de esta última, el premio consistía simplemente en lograr salir, si era posible con vida y cuerdo.

El único y curioso elemento común era nuestro amor por la poesía. Nos sumergíamos en los versos para colorear la gris rutina cotidiana. Un día, casualmente, descubrimos que compartíamos esa afición y un poco más tarde, envalentonados por el dominio que manifestábamos de la materia, decidimos publicar un libro colectivo, convencidos de habernos inyectado en vena los suficientes sonetos como para poder plasmar cualquier anhelo con dos certeras pinceladas.

Yo sólo podía escribir poesía si estaba enamorado y no era correspondido, circunstancias ambas que concurrían a la sazón. A mis compañeros les bastaba con escuchar a J. Joplin o, simplemente, con ponerse a ello. Así pues nadie tenía obstáculo alguno para la labor propuesta.

Cada jueves debíamos hacer una puesta en común, pero cada lunes, para afilar nuestro ingenio, intercambiábamos libros. Entre un día y otro los leíamos, pero a mí, después de ver aquellos poemas comprendía que los míos no podían tener mejor fin que la papelera. Algo similar le sucedía a los demás. Cuanto más empeño poníamos en amueblarnos mutuamente las cabezas con poemas seleccionados, menos capacidad teníamos para la tarea.

Para debatir las causas y encontrar las soluciones, nos encerrábamos por las noches en el viejo y lóbrego archivo de legajos polvorientos, abríamos alguna botella de licor, a falta de absenta, y bebíamos para despejar incógnitas. Conforme se vaciaba la botella seguíamos sin encontrar motivo alguno para el “síndrome del estancamiento”, pero los poemas fluían con una facilidad pasmosa y a la postre, cuando el caudal de metáforas dejada de manar, rescatábamos aquellos poemas borrados del fondo de las papeleras, filtrados ahora por los piadosos 45º de alcohol del Cointreau, el Ristoff, o lo que cayera.

Una paciente me dijo hace poco que había llegado a la conclusión de que el mecanismo por el que mermaba su autoestima era "su manía" por fijarse en todas aquellas personas que hacían o se comportaban socialmente como a ella le gustaría hacerlo, luego se comparaba y se centraba en sus “limitaciones”. Antes de adentrarnos en la terapia le conté la historia anterior, en la que elegíamos entre “ser Rimbaud o no ser” y cómo ese planteamiento nos producía una desazón similar a la del infierno de “A puerta cerrada” . Mientras nos mantuvimos en el empeño no pudimos disfrutar plenamente de la camaradería y de los petit-fours que nos brindábamos, y dejar de utilizarlos como varas de medir nuestra capacidad para generar otros pastelitos sublimes como los que nos comíamos.
Yo le prometí rescatar un poema y ella rescatarse a sí misma.

martes, 15 de septiembre de 2009

El día que salvé a Obama (2)



Nada más entrar vamos corriendo a ver a los patitos. Y nada más vernos, Obama comenzó una extraña representación de lo que podría denominarse “un pato mareado”. Giró sobre sí mismo un par de veces, entornó los ojos como aviso de caída inminente y tras chocar contra las paredes de su casita de cartón, completó el número con un par de espasmos que nos dejó a mi hija y a mí tan asustados como alegres llegábamos del cine.

Durante dos semanas estuve con aquel padre fabricando juguetes. Le pedí que eligiera entre hacerse mago o fabricar juguetes clásicos y elgió lo segundo. Quería recuperar la relación con su hijo, así que cambiamos el lamento por la indiferencia filial, por la acción pura y dura. En lugar de estar "junto" al hijo cuando el horario se lo permitiera, decidimos que estuviera "con" él, haciendo, compartiendo. Recuperamos algunos de sus juguetes de la infancia: la pandorga (cometa), los patinetes con rodamientos, las canicas de barro, un pimball, etc.


Cogí a Obama y empecé a humedecerle el pico. Estaba frío. Le caldeé el cuerpo entre las manos. Mi hija pequeña observaba temerosa. De pronto comenzó a sorber. Luego le dimos algo de comida en la palma de la mano. No estaba seguro de si había sufrido un ataque de pánico, si se había deshidratado, si estaba debutando como histriónico o si, simplemente, su compañero Beckahm no le había dejado probar bocado,.. El caso es que, aunque débilmente, comenzó a dar muestras de recuperación.

Al cabo del mes llegaron a la consulta padre e hijo. Por primera vez venían los dos juntos. Antes siempre había venido con la madre. Más que terapia, querían que les aclarara un detalle de un pimball.

En la película "Ex" unos padres divorciados discuten delante del juez por evitar la custodia de sus hijos, a los que calificaban de inaguantables ("No se lo querrá usted creer, pero lo que quieren es que los lleve a la ópera,a los museos,..."), alegando que sus trabajos no les permitían dedicarse a ese tipo de tareas. Sin embargo, el juez los condena a llevar juntos a ambos a todos esos sitios. Algunos meses después, los padres vuelven al juzgado a agradecerle al juez la idea, porque aunque dan alguna cabezadita entre canto y canto, nunca se lo habían pasado tan bien juntos (entre otras cosas porque nunca habían estado verdaderamente juntos en ese mismo sentido).

Cuando pasé por delante de su habitación, ya por la noche, mi hija pequeña me llamó:

- ¡Menos mal que estabas aquí, papi!

Sí, menos mal que estamos ahí.

jueves, 10 de septiembre de 2009

El día que salvé a Obama (1)


- El niño se está comportando de una manera muy extraña.
- ¿Qué quiere decir? ¿Ya no juega a la Play?
- No, eso no. Pero me grita en cuanto le digo que haga algo.

Los cazadores recolectores dedican una media de tres horas diarias al trabajo. El resto del tiempo lo comparten con su familia y amigos. En Occidente entregamos los niños a la Disney o a Santa Consola del Dedo Mágico y luego los recogemos para llevarlos a la cama o para que disfruten con una MacPolloExtra. Cuanta más larga sea la digestión, menos oxígeno en el cerebro para pensar en cosas raras.
Si un día el niño empieza a compartir SuperMario con alguna salida de tono, entonces, antes del McKing, lo pasamos por el psicólogo para que nos lo normalice.

- ¿Tiene arreglo?
- Mmmm.... ¿Tiene tv en su cuarto?
- No. Tiene un portatil, pero tv no hemos querido...
- Entonces cómprenle una y se la instalan delante de la cama.

Igual necesitan más "ventanitas". Los monitores de televisión en el cuarto tienen la ventaja de que el niño te deja descansar en el sofá viendo tus series favoritas y, lo que es más importante, dueño del mando de tv.

- ¿Y eso no será peor?
- Bueno, a corto plazo será estupendo. No lo dude. Si acaso empezará a notar que le cuesta levantarse por la mañana, pero en cuanto eso se convierta en un problema lo vuelve a traer.
- Pero ¿y el hermano?
- Le compran otra, así seguro que no se pelean.

Una vez "normalizado" el niño es indistinguible de un pokemon, pero da las buenas noches y se cepilla los dientes.

Creemos que el niño del anuncio está contento porque su papi lo viene a recoger en un cochazo, cuando el que está contento por el cochazo es el padre. Por el cochazo y porque en cuanto suelte al niño delante de Hannah Montana podrá leerse el manual del navegador de a bordo.
Cuanta más alta sea la hipoteca menos tiempo para la zona de desarrollo próximo.

- Mamá, ¿papá es también veterinario?
- No, hija, ¿por qué?
- Entonces, ¿cómo sabía lo que había que hacer para salvar a Obama?

viernes, 4 de septiembre de 2009

¿Me atacarán las barracudas?


- ¿Me atacarán las barracudas? – preguntó justo antes de lanzarse de espaldas a bucear en el Mar Rojo.
- Sólo si las asusta.
- ¿Y qué cosas las asustan? – planteó.
- Que usted muestre su pánico.

Este diálogo de un libro de Bergman, un terapeuta sistémico, me recuerda mucho a otro tipo de conversaciones en la consulta:

- …Pero, ¿volveré a sufrir un ataque de pánico?
- Sólo si se asusta
- ¿Y qué cosas podrían asustarme?
- Pensar que va a sufrir un ataque de pánico.

O esas otras paradojas constantes, prescripciones sin solución:

- Estoy cansado de decirle a mi hijo (adolescente) que sea él mismo, que no se deje influir por los demás.

También, la familia que llega desesperada solicitando ayuda para el paciente identificado, pero luego no hacen absolutamente nada de lo acordado. Lo mejor entonces, como bien sabía Palazzoli es utilizar una contraparadoja.

- Llámenme cuando hayan hecho lo que les pedí (la prescripción o tarea).

Es una especie de terapia al revés.

Estas prescripciones paradójicas u otras en las que se les manda “más de lo mismo”, tienen distintas interpretaciones según la escuela de ubicación de la técnica. Por ejemplo, Watzlawick cuenta un caso en el que una joven universitaria llegó a solicitarle ayuda porque era incapaz de llegar a su hora a la universidad, se quedaba en la cama un buen rato, así que llegaba sistemáticamente tarde. Él le pidió que hiciera algo que le costaría mucho trabajo, pero que si no lo hacía tendrían que abandonar la terapia. Ella accedió. Tenía que poner el despertador a la misma hora de cada día, pero si no se levantaba debería cambiarlo y ponerlo a las once y hasta esa hora no podría levantarse ni hacer ninguna otra cosa (escuchar la radio, leer, etc.), tanto ese día como el siguiente. Esto le resultó tan tremendamente aburrido que finalmente acabó solucionando su problema.
Desde el punto de vista conductista, existirían una serie de reforzadores que estarían manteniendo el problema. Envuelto en la prescripción estratégica de Watzlawick, queda muchísimo más bonito.

Hace años mi hija pequeña me llamaba a veces por la noche desde su cama:

- ¡Papáaaa… no puedo dormir!
- Pues no te duermas, cariño.