viernes, 29 de enero de 2010

Viviendo dentro de mí



De las muchas cosas que nos ocurren a lo largo del día, del continuo caudal de pensamientos que nos asaltan, sólo unos pocos tienen el privilegio de pasar a la Gran Caja, uno de esos baúles mnésicos que permiten que determinados hechos o pensamientos perduren más allá del tiempo que están presentes. Me gusta mucho la fotografía. Actualmente, gracias al formato digital, hago fotos sin la preocupación que te daba el antiguo carrete, pero luego tengo que dedicar determinado tiempo a la revisión de fotografías, la mayoría de las cuales tienen poco valor. Igual sucede con la memoria. Van pasando las cosas, las atendemos lo estrictamente necesario y ¡a la siguiente! Si veo una fotografía que me gusta y quiero volver a ella, la marco, le pongo un simbolito o un descriptor que me facilite luego la recuperación. En el caso de la memoria, ese papel de marcador lo desempeñan las emociones.

“Aquello me dejó marcado”, podría traducirse por: “Cuando sucedió aquello, -la inmensa alegría (cóctel de endorfinas, serotoninas, adrenalinas y otras inas) -, detuve la imagen mientras la sellaba a sangre y fuego, para que en las noches de frío pudiera calentarme al recuerdo de lo sucedido, o bien, para que en los días tristes pudiera incrementar mi aflicción, comparando el opaco presente con aquel resplandeciente momento de plenitud”

“¿Por qué se encuentra así?”. Básicamente recibo dos tipos de respuestas ante esta pregunta inicial:

a. Por lo que me han hecho
b. Por lo que me hago

A las personas les cuesta más trabajo librarse de lo que les ocurre cuando están en el segundo grupo. Pertenecer al primero no atenta contra su integridad moral o intelectual, no dice nada negativo de sí mismo necesariamente. En cambio, ser un forofo del equipo de los autoinmolados produce una profunda desazón. “¿Por qué no puedo olvidar?”, “¿Por qué no estudio?”, “¿Por qué no consigo lo que me propongo?”,.. “Será que soy así”, concluyen, bajando los brazos en señal de entrega.

Estos autoanálisis están teñidos del azuloscurocasinegro de un determinado tipo de emociones. No es usted, es esa miríada de particulitas que fluyen ataviados de tristeza.

Vayamos a un alejado territorio para volver luego a casa: cuando intentamos corregir problemas de escritura que ya tienen su correspondiente engrama en el cerebro, no trabajamos afanados en que “lo haga bien, ¡de una vez!”, simplemente le enseñamos otro tipo de letra, otra forma de escribirlas diferente a la anterior, con el fin de que se cree una huella diferente y adecuada.

Ya estamos aquí de nuevo. Probablemente esta persona (del grupo B) está trazando recurrentemente el mismo episodio atormentador, como si no pudiera hacer otra cosa. Intenta escribirlo cien veces a ver si sirve de algo, pero a cada intento la huella se hace más profunda. Cada día necesita menos esfuerzo para volver al malestar. Sísifo, ya digo.
Como alternativa podría dedicarse a construir un nuevo hogar. Bien es cierto que la tristeza del hundimiento del anterior lo acompañará durante el proceso creativo y más allá, pero cuando acabe podrá, al menos, guarecerse del frío.

En su Gran Caja hay recuerdos y vivencias coloreadas desde el negro profundo hasta el alegría radiante: dróguese por la vía adecuada. Como sabrá, nuestro cerebro está cruzado de carreteras, entre ellas está el circuito del placer (qué bien suena). En ese camino se mete una droga y le proporciona un gran gustirrinín. Luego el guarda le pide más, porque la experiencia le gustó, y usted, que es blandengue como yo, cede sin más. Esos caminos mentales también existen para el lado oscuro, proporcionando una especie de gustito masoca, pero gustito, al fin y al cabo. Es como si la emoción que te atrapa no quisiera abandonarte, como ese sopor que te seduce en el sofá tras la comida y al que te entregas sin remilgos. Suena algo: un despertador, un insulto en el tvtomate, tu esposa diciéndote que se va o que llega. Algo externo corta el proceso. Aunque renqueante aún, mientras el ejército vuelve desde el estómago al cerebro, usted se va incorporando a la vida de los despiertos con obligaciones. No es lo que más le apetece, pero lo hace sin más. Pincha en la cabeza la pista 10: Dee do de de dee do de deeeee. Freddddyyyy…. Una de esas cosas que quedan.








viernes, 22 de enero de 2010

INTROPOWER




Los blogs tienen algo, o bastante, de ayuda mutua. Te pones a hablar, no importa tanto de qué, y al cabo de cierto tiempo tienes a un grupo de personas con inquietudes afines o no, dándote ánimos, comentando, aportando, invitando,…

Hasta hace unos meses era un asiduo a un foro de cocina al que ahora, por cuestiones de tiempo, visito menos. Una cosa que me sorprendía agradablemente era el intercambio y el esfuerzo de muchos de sus usuarios por transmitir sus recetas. No sólo las copian sin más, suben las fotos y, a veces, hasta videos. Es como pertenecer a una familia cuyo único afán es facilitarte la vida. Cuando te mueves en ese ambiente, finalmente te encuentras en deuda. Quieres contribuir en la misma medida en que recibes. Es cierto que en muchos casos, sólo se queda en la intención. Pero bueno, también me vale ese espíritu de gratitud.

Como he comentado en otras entradas, sabemos que la mayor cantidad de felicidad la proporciona la conducta pro-social, así que, desde un punto de vista puramente psicológico, son completamente normales los sentimientos y adherencias que provoca este tipo de comportamientos.

La perspectiva de apoyo a terceros permite, además, sustraerse de los procesos rumiativos, te obliga a pensar en algo concreto. Así, cada vez que hago un menú tengo la cámara al lado para hacerle fotos. Ahora, con mi flamante guitarra acústica, entro en Internet y hay un señor que me da unas estupendas clases gratuitas particulares. Yo le mando unos karmas virtuales y lo incluyo en mis oraciones nocturnas. Quizá usted lo vea como un intercambio desigual si no valora mucho la tecnología espiritual, pero recuerde lo bien que se sintió cuando le pusieron tres signos de admiración a su último post.

Cuando reflexiono sobre todo esto me doy cuenta del gran potencial que tiene la humanidad y de las trabas que intereses ajenos al común de los mortales utilizan como zancadillas. Hace unos años me llegó un documental muy bueno sobre el cambio climático, que es un tema políticamente correcto al que se pueden vincular muchas personas, siempre que no haya que colgarse de un torre humeante. Le entregué el documental por diversas vías virtuales a varios amigos con la única condición de que lo vieran y se lo pasaran al menos a otros dos o tres. Un mes más tarde llegó a la consulta un paciente que traía de regalo un cd con el documental, con la única condición de que ¡se lo tenía que pasar al menos a otros cinco!.


Abra un blog, participe, siéntase también virtualmente vivo o viva, aplíquese a la tarea, no importa qué área de conocimiento posea. Lo cotidiano es importante, los sentimientos son comunes e identificables aquí y en China, la empatía fluye y te llega, y te sientes acompañado y partícipe del quehacer colectivo, y luego vas de visita a otras casitas, incluso a ciudades construidas con letras comic sans y conoces a sus personajes y charlas por charlar, sin más pretensiones.
Las barreras técnicas cada vez son más fáciles de saltar. Basta con ponerse a ello para comprobarlo.

Tengo la sensación de que el verdadero poder de las comunidades sociales virtuales está aún por descubrir realmente. Yo lo llamo el INTROPOWER.

Perdonen que les deje, voy a tomar un poco de mate en una casita, aquí, al otro lado del Atlántico.

viernes, 15 de enero de 2010

No había ningún gnomo debajo de la seta



Entre los aficionados a las setas hay un refrán que dice: “Por muchas patadas que le des a un peolobo (una seta redondita y hueca en su madurez, que suelta un polvillo verdoso cuando se golpea), nunca encontrarás un gnomo”. Hace unos días, mientras buscaba níscalos le cité a mi acompañante este refrán. Le hizo gracia, pero dos minutos después, volvió a hacer lo mismo.

En psicoterapia es importante no introducirse tanto en la historia que está narrando el paciente que te haga olvidar el proceso, que al fin y al cabo es el motivo por el que esa persona está sufriendo cuando lo vive, cuenta, imagina o recuerda. Y no es difícil, no crean. De pronto estás ahí, de observador-oyente. "Ah, que yo estaba aquí de psicólogo".

A veces observamos que las personas están tan convencidas de la historia que han contado cientos de veces a los demás y miles a sí mismos, que el intento por desmontarlo por la vía de la confrontación lleva al mismo desenlace que habrán podido comprobar todos los empeñados por sacarla de ese hoyo virtual.

- Yo soy así. No tengo remedio.
- Bueno, entonces hablemos de fotografía.

Al menos aprovechamos el tiempo. No obstante, si insiste, el terapeuta le ofrece alternativas de tipo paliativo, que es lo que normalmente se aplica a las personas desahuciadas. Así, al menos, la cruz es más llevadera.
En una Jornadas sobre Cuidados Paliativos, un experto, hablando de la eutanasia, comentaba que antes de aprobarla había que asegurarse de que se había dotado al país de unos cuidados paliativos de calidad.

La traducción vendría a ser la siguiente:

- Si usted no tiene remedio y además lleva mucho dinero y mucho esfuerzo gastado para confirmar que no tiene solución, deje de luchar contra eso y hablemos de fotografía.

Yo, particularmente, suelo recomendar en estas situaciones la película “Mi vida”, aunque le tengo cierta manía a M. Keaton, el hecho de que aparezca N. Kidman y de que el tema sea muy apropiado para estos casos, justifica sobradamente el consejo.

No se trata que que el desahucio sea o no real. Eso no lo sé. Esa es su historia y es la historia en la que ya está metido todo su entorno. Lo que sí sabemos es que creérselo firmemente ayuda a mantener una actitud derrotista que acaba por confirmar sus peores temores: “Miradme, no tengo solución”.

Cuando aparece en su vida otra persona, un amigo, una psicóloga, el cura,.. y la escucha por primera vez, empieza una más o menos larga batalla encaminada a sacar de su error a la víctima, hasta que finalmente, el cansancio y la evidencia terminan con el esfuerzo y con la persona (amigo o psicólogo) pidiendo la entrada formal en la secta.

Si en el camino, una vez que ha cambiado el proceso, la persona se ha centrado en buscar o hacer aquello que habría ocupado su tiempo si no fuera por el estado en que se encontraba, si en ese trayecto, decía, quiere volver a abordar el problema desde otra perspectiva yo estoy siempre dispuesto y encantado, lo que ocurre es que luego prefiere, sencillamente, en lugar de reventar setas para que aparezca el gnomo, tumbarse a su lado para fotografiarlas.

lunes, 11 de enero de 2010

¡No dispares a Baltasar!



“¡Te quedas sin Reyes!”. Cuando me lo dicen ya ellos han anunciado el castigo así que demás está lo que les pueda sugerir al respecto. Ahora que ya han pasado y que estamos disfrutando de lo que dejaron junto al arbolito, y he comenzado a ver a niños "carbonizados", vuelvo a revivir algo que sucede año tras año.

Los otros días comentaba con una madre (profesora de instituto) lo poco socializado que está el conocimiento científico respecto a las pautas de educación. Por ejemplo, sabemos desde hace más de cincuenta años que estrategias del tipo: “Si apruebas en mayo tendrás una super-moto” dan malos resultados. La conducta que sigue a ese planteamiento es un esfuerzo intenso inicial, pero un descenso progresivo y luego, cuando se ve que el objetivo se pone cuesta arriba, abandono: “Total, como ya no lo voy a conseguir”.

De entre los castigos habituales hay dos que siempre me sorprenden. Uno es ese de dejar sin Reyes y el otro es el de dejar sin recreo. El castigo no educa. Para que sea eficaz extinguiendo conductas debe, entre otras cosas, ser muy corto e intenso, y eso rara vez sucede.

Seguramente, dejar sin recreo será el último recurso para el maestro. Algo así como la cadena perpetua. Si lo utilizamos como amenaza -“cómo no dejes de hablar te quedas sin recreo”; “como no apruebes te quedas sin reyes”- desgraciadamente nos veremos en la tesitura de tener que aplicarlo en un momento dado.

Un día me preguntó un niño en la consulta:

- ¿Le habrá contado mi padre a los Reyes lo de las notas?

En menudo aprieto me puso.

Como decía en el post anterior, mis padres me inocularon la ilusión y la he seguido toda mi vida como a una zanahoria que se deja mordisquear permanentemente. Nunca asociaron el momento de los Reyes a ninguna conducta especial. Yo iba a la cabalgata y de vuelta a casa, escondido en algún lugar, encontraba el regalo que me habían dejado a su paso. Un año, no sé por qué lo recuerdo especialmente, habían dejado debajo de unas sábanas que cubrían con poca sutilidad el aparador del salón, una metralleta estupenda, de esas que disparaban haciendo con la boca ra-ta-ta-ta-tá,. Mi padre me dijo: “Mira debajo de la sábana”, intuyendo que era ahí donde lo habían dejado. Y mi padre no se equivocaba ningún año.

Siento una gran tristeza cuando me entero de que a un niño lo han dejado sin Reyes, “a ver si así aprende”. Me imagino un post, unas navidades, quince años después, titulado: “El año que los Reyes no me trajeron nada”. Igualmente, me parece irrecuperable ese día sin recreo, justo cuando Rosi había quedado con él para confesarle, al fin, lo que esperaba escuchar…

Pillé la metralleta de plástico con gatillo móvil y salí corriendo a la calle a ratatear a cualquiera de la banda de la calle 8 que me encontrara, pero en su lugar un señor alto, delgado tirando a desvencijado, como salido de una peli de Tim Burton veinte años más tarde, me detuvo en seco:

- ¡¡Eh, eh,… ¡ ¡No vayas a disparar a Baltasar!

Hasta que no me senté frente a unos padres que acababan de tirotear a los Reyes Magos no pude entender muy bien aquel mensaje.